Por… Tom G. Palmer

Michael Sandel sabe algo del dinero. Después de todo, el filósofo político de Harvard intercambia sus ideas por dinero —mucho dinero, de hecho. Ahora Sandel ha escrito un libro (cuesta $27) acerca de las cosas que no deberían estar a la venta.

Las advertencias básicas de Sandel son así: Los mercados —con lo cual me refiero al uso de precios expresados en dinero— conducen inevitablemente a la materialización, lo cual “corrompe” y “desplaza” a las normas morales que deberían, de otra manera, guiar nuestras interacciones. En What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets (Lo que el dinero no puede comprar: Los límites morales del mercado), Sandel observa las compras de otras personas y frunce el ceño. Él dice que las cosas importantes en la vida —los tickets para conciertos de rock, las consultas privadas con médicos, el acceso a las filas más cortas para chequearse en los aeropuertos— están siendo intercambiadas por dinero. “El alcance de los mercados, y del pensamiento orientado hacia el mercado, a aspectos de la vida tradicionalmente gobernados por normas que no son del mercado es uno de los desarrollos más importantes de nuestros tiempos”, escribe, requiriendo “un debate público acerca de que lo que significa mantener a los mercados en su lugar”.

Aunque Sandel es confuso acerca de los detalles específicos, él quiere un debate ilustrado para determinar si a otras personas debería permitírseles utilizar los precios cuando ellos cooperan o asignan recursos escasos. “La democracia no requiere la igualdad perfecta, pero si requiere que los ciudadanos compartan una vida en común”, escribe. “Y entonces, con ese fin, la cuestión de los mercados es en realidad una cuestión acerca de cómo queremos vivir juntos”. Veamos adónde nos lleva.

Lo que Sandel ofrece es un análisis filosófico/moral de este supuesto problema equivale a poco más que una exploración de sus propias intuiciones morales, libres de una auto-evaluación crítica. Por lo tanto, “Tratar a los rituales religiosos, o a las maravillas naturales, como bienes comerciables es un fracaso del respeto. Convertir bienes sagrados en instrumentos de las ganancias los valora de manera equivocada”. Esta aseveración frontal podría sorprender a gran parte de las religiones organizadas.

Las sinagogas regularmente venden asientos para los Días de Penitencia, o para las Fiestas Santas, lo cual ayuda a financiar las actividades religiosas. Una de mis tías abuelas, una francesa católica conservadora, me enviaba cartas cuando yo era un niño que decían que ella había donado dinero a una orden de monjas para que ellas recen por mi. Los sikhs pagan para que académicos lean su libro santo. Las velas que uno enciende en la catedrales católicas cuando uno está orando tienen un precio (no son regaladas); los invitados a los matrimonios polacos tradicionales le enganchan dinero de papel al vestido de la novia a cambio de un baile. ¿Acaso estas prácticas muestran una falta de respeto hacia la religión o hacia el sacramento del matrimonio? ¿Debería el colectivo “nosotros” (Sandel usa el término mucho en todos sus libros) prohibir el uso del dinero para asignar los asientos en una sinagoga, las oraciones, las lecturas santas, las velas y los bailes con la novia? ¿O deberían estas decisiones ser tomadas por los miembros de las respectivas sinagogas, iglesias y templos?

Sandel nunca en su libro considera la idea de que tal vez deberíamos dejar que las personas decidan tales cuestiones por su propia cuenta, sin tener que dejar que “nosotros” la tomemos por ellas. En cambio, sus propios gustos están presentados como algo adecuado para todos los demás. Hay un peligro considerable con este tipo de colectivismo intuitivo: Disfraza las reafirmaciones de los prejuicios no reconocidos ni examinados de uno mismo como una investigación filosófica y luego se impone al resto.

Para Sandel, no decidir colectivamente acerca de las “distintas concepciones de la buena vida” no deja estas cuestiones sin decidir. En cambio, “Simplemente significa que los mercados las decidirán por nosotros”. Esta aseveración es tanto ominosa como incoherente. Los “mercados” no son alguna especie de inteligencia omnipotente, singular y malévola. Cuando la gente intercambia bienes y servicios utilizamos el término mercado. Cuando los intercambios se dan mediante el dinero, los tipos de cambio entre los productos y el dinero se conocen como precios. Sandel confunde los precios con los mercados y luego sugiere que la cuestión de si algo debería ser intercambiado en los mercados será “decidido” por los mercados, lo que constituye un singular caso de confusión.

Sandel por lo menos reconoce que una alternativa común a los precios es esperar en una cola. Pero extrañamente, a él parecen agradarle las colas. Le dedica un capítulo a “Saltarse la cola de espera”, con sub-secciones sobre “Los mercados versus las colas” y “La ética de las colas”, y cita con su aprobación a un escritor que se queja de que “se han esfumado los días cuando la cola de espera en los parques de diversión era el gran nivelador, donde cada familia que vacacionaba esperaba su turno en un estilo democrático”. Sandel dice que hay dos argumentos que favorecen a los precios sobre las colas: “un argumento liberal…de que las personas deberían ser libres de comprar y vender lo que quieran, siempre y cuando no violen los derechos de nadie”, y un argumento económico utilitario. Luego procede a ignorar el argumento liberal mientras que malinterpreta el argumento económico.

Sandel reconoce que “conforme los mercados asignan los recursos basándose en la habilidad y voluntad de pagar, las colas asignan los recursos basándose en la habilidad y voluntad de esperar”. Además, “no hay razón para asumir que la voluntad de pagar por un bien es una mejor medida de su valor para una persona que la voluntad de esperar”. Sandel piensa que ha dado un golpe fatal al argumento económico a favor de los mercados con esto, pero lo que él no comprende es que el mecanismo de precio provee un sistema descentralizado de señales e incentivos que nos ayudan coordinar de mejor forma nuestro comportamiento. Considere que una cola más larga sin precios no envía señal alguna a los productores de hacer más de un producto para el cual la gente está haciendo fila. Utilizar los precios, en lugar de colas, tiene la ventaja de diseminar información acerca de la oferta y la demanda. Sandel no ve las ventajas de coordinación en la asignación de precios y se queja de “la tendencia de los mercados de desplazar las colas y otros modos ajenos al mercado de asignar los productos”. Él describe la sustitución de precios con colas como “lugares que los mercados han invadido”.

Sandel tiene razón de que el uso de precios puede tener sus desventajas, lo que es la principal contribución de la teoría de la empresa de Ronald Coase. Si los precios en el mercado son tan grandiosos, ¿por qué hay empresas? Porque utilizar el sistema de precios tiene sus costos. Las empresas, los equipos y las organizaciones son islas de asignación y coordinación sin precios en un mar más amplio de asignación con precios. La coordinación de precios co-existe con la coordinación sin precios. El asunto no es cuál sistema dará los recursos escasos a aquellos que los valoran más sino cuál coordinara el comportamiento mejor en qué situaciones. Algunas veces son las filas y en otros casos son los precios, y algunas veces ambos (estoy en un Starbucks ahora y el sistema aquí es que el primero que llega será atendido primero, probablemente porque sería demasiado costoso tener una subasta para ver a quién se atiende primero. Aún así, el café se intercambia por dinero).

Los panaderos que hacen las hostias utilizados en la primera comunión generalmente los venden a las iglesias a cambio de dinero. Las iglesias las proveen como parte del sacramento para el cual los creyentes hacen una cola. Si se utiliza precios o colas y en qué momento es algo que realmente no le incumbe a Sandel.

Sandel no es solamente rapsódico en cuanto a las colas sino que nuevamente invoca al colectivo nosotros cuando dice: “Por supuesto, los mercados y las colas no son los únicos métodos de asignar las cosas. Algunos productos los distribuimos por mérito, otros por necesidad, y otros mediante la lotería o la suerte”. No solamente está a favor de las colas sino que firmemente en contra de los precios, que parecen ser para él de alguna forma sucios (“corrosivos”) como un mecanismo de coordinación. Nunca se aborda la cuestión de que si algunos de “nosotros” deberíamos tener el permiso de descifrar por nuestra cuenta propia nuestras propias soluciones, sin tener que aceptar que una sola solución sea impuesta a todos. Sandel explica que algunas cosas “no se pueden comprar”, por ejemplo, la amistad. Aristóteles podría estar en desacuerdo; el filósofo griego discutió “la amistad por ventaja” en el Libro 8 de su Ética a Nicómaco, declarando a esta como un tipo de amistad, aunque no la más importante. Aún así, podríamos insultar a los amigos recompensando un favor con dinero; algunas veces “el intercambio monetario daña al producto siendo comprado”. Eso me suena bien, aunque no sea del todo original ni profundo.

Aún así, Sandel no parece haber pensado mucho en estas cosas. Sus habilidades de investigación han descubierto que hay “una empresa en China” a la que se le puede pagar para que escriba una disculpa y que en ThePerfectToast.com usted puede comprar un brindis de bodas pre-fabricado. “Las disculpas y los brindis en las bodas son bienes que, en un sentido, se pueden comprar”, escribe él. “Pero comprar y venderlos cambia su carácter y disminuye su valor”. Puede ser. Y, ¿entonces qué? Las empresas farmacéuticas han estado vendiendo tarjetas cursis de Hallmark desde hace décadas. Yo no las uso. Como Sandel, yo me dedico a hablar y escribir. A diferencia de Sandel, entiendo que no todos los demás lo hacen. Entre los muchos ítems que Sandel considera que son “degradados” cuando son intercambiados por dinero están los riñones humanos. Por supuesto, permitir que la gente ofrezca dinero por unos riñones voluntariamente donados podría salvar vidas (o “facilitar la brecha entre la oferta y la demanda” como Sandel lo describe de manera delicada), pero “mancha” los bienes intercambiados. Ilegalizar el intercambio de riñones por dinero podría estar costándole la vida a miles de personas, pero, oye, esto satisface nuestro deseo (léase: el del profesor Sandel) de evitar ser burdos.

En un libro lleno de loas a las virtudes morales de los intercambios no monetarios, hay solamente una concesión a las ventajas de los mercados: “Conforme la guerra fría llegaba a su fin, los mercados y el pensamiento de mercado disfrutó de un prestigio sin rival, de manera comprensible”, concede Sandel gentilmente. “Ningún otro mecanismo para organizar la producción y distribución de productos ha mostrado ser tan exitoso para generar bienestar y prosperidad”.

Eso es algo, pero no es mucho. En contraste, las normas ajenas al mercado, como esperar en colas, la cacería para la subsistencia, la necesidad, la suerte y el honor (en gran medida sin estar acompañado de ningún mecanismo específico de asignación), son consistentemente alabados como “mejores”. Esa es una perspectiva notablemente obtusa. Hay una larga tradición de pensadores, desde Montesquieu hasta Voltaire hasta Milton Friedman y Deirdre McCloskey que se han enfocado en las virtudes morales de los mercados, no simplemente en su habilidad de producir riqueza.

Sandel está rodeado de intercambios de mercado que mejoran su vida, pero todo lo que él puede ver es corrupción, corrosión y degradación. Nunca es el sistema de precios agradecido por desplazar la norma moral inferior. Parece que cualquier forma de interacción que sea desplazada por el sistema de precios debe ser mejor, superior o más noble. ¡Al contrario! Los mercados castigan y eventualmente desplazan al tribalismo, a la confesionalidad, al racismo, al compadrazgo y a muchas otras tradiciones. ¡Y esto es bueno!

No es que esto nunca se haya dicho. “El comercio es la cura para los prejuicios más destructivos; puesto que es una regla casi general, que donde sea que encontramos comportamientos agradables, allí el comercio florece”, dijo Montesquieu en 1748, “y que donde sea que hay comercio, allí encontramos comportamientos agradables”. Sandel nunca reconoce esa tradición intelectual.

Como Milton Friedman (a quien Sandel descarta sin describir sus argumentos) una vez señaló, “nadie que compra pan sabe si el trigo del que está hecho fue cultivado por un comunista o por un republicano, por un constitucionalista o por un fascista, o siquiera, si lo cultivó un negro o un blanco. Esto ilustra cómo un mercado impersonal separa las actividades económicas de las visiones políticas y protege a los hombres de la discriminación en sus actividades económicas por razones que son irrelevantes para su productividad —ya sea que estas razones estén asociadas con sus opiniones o con el color de su piel”.

Los precios, contrario a lo que dice Sandel, “corroen” muchas normas ajenas al mercado sin las cuales estamos mejor. Los mercados promueven la ceguera racial, la puntualidad, el respeto mutuo, el “gracias doble” de los intercambios voluntarios y la paz. De alguna forma esas virtudes no figuran en las reflexiones de Sandel acerca de los límites morales de los mercados. What Money Can’t Buy excitará con sus ejemplos de cosas raras que algunas personas compran y venden. Pero fracasa en proveer una guía moral acerca de cómo debemos comportarnos (más allá de no engañarnos pensando que podemos comprar una verdadera amistad) y da incluso menos información acerca del rol que los precios y los mercados desempeñan en nuestras vidas.

Suerte en sus inversiones…