Por… Beatriz de Majo

Llegó la hora de comenzar a ver a China con una dosis menor de desdén. Dos trascendentes encuentros internacionales del año 2009, la Cumbre del Grupo de los 20 y el de Copenhague sobre el cambio climático, cuyos pobres resultados aún martillan en nuestras sienes, arrojaron como corolario que cualquier tema de trascendencia en cuya solución se involucre el planeta tiene que contar con el concurso del Dragón de Asia. Así de simple. Desde las potentes emisiones de CO2, responsables de una significativa fracción del calentamiento global, hasta las desviaciones en la paridad del yuan, capaces ellas de provocar importantes distorsiones en el comercio con los más grandes del mundo, son signos claros de que China ha pasado a ser un jugador élite en la dinámica mundial.

Con asombro, con envidia y hasta con dolor nos ha tocado constatar que mientras las grandes economías mundiales abordan el 2010 tambaleantes aún por los efectos de la crisis financiera de los dos últimos años, China se las arregló para hacer retornar su crecimiento económico a las tasas pretéritas cercanas a dos dígitos, lo que la llevó a ocupar un escaño sin retorno en la dinámica mundial.

No es poca cosa decir que el Imperio del Centro sobrepasó el PIB de Francia en el 2005, el del Reino Unido en el 2006, el de Alemania en el 2007 y que si no fuera por la debacle de los mercados mundiales en 2008 y 2009, también habría sobrepasado a la economía japonesa el año pasado? pero lo hará en este año que recién comienza. No es poca cosa tampoco constatar que sus reservas internacionales alcanzaron a sobrepasar los 2.250 millardos de dólares, mientras la primera economía planetaria, la americana, mantiene con el Imperio del Centro un déficit fiscal de 230 millardos de dólares. Tampoco es deleznable lo que los chinos han alcanzado a generar como fortaleza a nivel de su banca: las cinco primeras capitalizaciones bursátiles de 2009 tuvieron lugar en instituciones financieras de ese país.

Pero para los que no somos expertos entendedores de los intríngulis de las cifras macroeconómicas, es posible darse una idea de hasta dónde la prosperidad ha permeado a la sociedad china si tomamos en cuenta que, después de apenas 30 años de transformaciones aperturistas, en este momento la nación ya cuenta con 400 hipermillonarios cuya fortuna sobrepasa los 75 millardos de dólares, que hay medio millón de chinos cuyos ingresos se encuentran por encima de 1 millón de dólares y 4,7 millones de hogares en los que el poder de compra es equivalente a 30.000 dólares anuales.

Es cierto que en tránsito hacia una sociedad más equilibrada y justa, aún le queda un trecho por andar. Las fábricas chinas están llenas de héroes anónimos que viven con bastante menos que el mínimo aceptable en Occidente y aún 900 millones de campesinos pueblan una China rural que vive en el Medioevo.

Pero a la velocidad que el pueblo chino evoluciona, armado de una disciplina de trabajo encomiable, una inclinación a la innovación fuera de serie, y un apetito por enriquecerse sin parangón, no pasarán 30 años sin que se sienten en la primera fila de la dinámica mundial y pasen a dictar las reglas del mundo en el que vivimos todos.

Por eso insisto: ignorar al gigante es un error, también, superlativo.

Suerte en sus inversiones…