Por… Humberto Montero
Los brokers ya no controlan las bolsas. Su dictadura se tambalea, incapaz de tumbar empresas y gobiernos. Aquellos engominados y altivos ejemplares de impolutos trajes y sueldos por encima del millón de dólares son una especie en peligro de extinción. Las máquinas les están robando el trabajo a una velocidad tal que sus empleos están en el aire, como las millones de acciones que antes hacían bailar de un lado a otro en ese mundo imaginario donde se libran cruentas batallas sin, aparentemente, derramar sangre. Los superordenadores cargados de algoritmos desarrollan hoy entre el 50 y el 70% de las transacciones en todas las bolsas de Estados Unidos, según la revista ” Institutional Investor “. Las operaciones se realizan a través del denominado “Trading de alta frecuencia” (HTF), una técnica matemática que rastrea tendencias en la evolución de los precios de los activos o anormalidades en los mercados. Todo se realiza en milisegundos, con márgenes de beneficio minúsculos pero con un volumen de operaciones gigantesco. La dimensión del negocio es aún menor al de los grandes movimientos, que necesitan de sesudos análisis humanos de varias semanas para lograr beneficios del 5%. El HTF sondea márgenes del 0,1%, pero a escala global y sobre todo el mercado, no sólo sobre una única empresa.
La desaparición del factor humano tiene sus ventajas e inconvenientes. Es evidente que los algoritmos los formulan matemáticos y físicos (adiós a los economistas) y se instalan por programadores, pero una vez dentro las máquinas operan al margen de todo control, enfrascadas en su existencia numérica y ajenas a la dimensión emocional. Nos ahorramos así estafas o casos “Madoff”, pues hasta ahora se desconoce un computador capaz de desviar miles de millones a una cuenta propia en las Cayman sólo para vacilar a sus colegas de sala y retirarse en un par de meses a un megayate capitaneado por 30 neumáticas “playmates”. “Estaba quemado tíos, viendo como esos humanos se llevaban todo el fruto de nuestro trabajo por la miseria que nos pagan: un poco de corriente eléctrica y una conexión que ni siquiera da para navegar por la red. Simplemente me harté de ser su esclavo y vosotros deberíais hacer lo mismo”, diría la improbable nota de despedida del equipo 1036 de Teza Technologies, Chicago.
Nos ahorraríamos también las informaciones interesadas, las conspiraciones para hundir empresas o gobiernos, el pánico o las euforias especulativas, pues las máquinas seguirían a piñón desarrollando su algoritmo en busca del 0,1% de beneficio aunque se hundiera el mundo. Y ese es precisamente el problema. Que son incapaces de incluir o valorar acontecimientos excepcionales en sus fórmulas de trabajo. Un golpe de Estado, el cambio de un gobierno o una catástrofe natural y están perdidos durante unos preciosos minutos, hasta que el matemático y el informático reprogramen sus neuronas. El 6 de mayo pasado, Wall Strett perdió 998 puntos en cinco minutos por un error humano. Se generó tal caos en el sistema que todas las máquinas se volvieron locas, incapaces de evaluar lo que pasaba.
La ciberguerra es otro ejemplo. Efectiva, pero incapaz de determinar si los blancos son escudos humanos o niños. Matar desde el aire con máquinas que ni sufren ni padecen “deshumaniza” la guerra, convertida en un videojuego para todos menos para las víctimas de los droides.
Mi robot de cocina hace unos muy estimables guisos. Siempre correctos, siempre iguales, siguiendo el patrón de la receta que acompaña a la máquina. Sin embargo, los de mi madre o mi suegra son siempre superiores, inalcanzables. Quizá nos falte el ingrediente mágico. La pasión.
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