Por Vidivi
En España, la toma de la Bastilla se hubiera producido desde la comodidad de una cafetería. No, no es que el español no tenga capacidad de indignación, que la tiene y mucha, sino que es muy dado a cabrearse con el mundo en una tertulia de taberna, en un semáforo, o en la zona de la máquina del café, allí donde la conspiración contra el jefe y los compañeros no sólo se permite, sino que se fomenta.
Pero lo de salir a la calle a protestar por algo, eso sí que no. Eso no va con nosotros, salvo que uno sea ferviente antiabortista (esos sí que están movilizados), o le desciendan el equipo de fútbol a Segunda en los despachos o bien prohíban el sagrado botellón. Pero los demás, nada de nada.
¿Dónde está el punto de ebullición? ¿En qué momento la indignación de un pueblo hace que salte la espoleta? ¿En los cuatro millones de parados, en los cinco, en los seis?
A lo mejor es que no estamos tan mal, es todo una gran mentira, vivimos en la Arcadia prometida y la crisis es sólo un mal sueño pasajero, pero mientras tanto el desempleo ya va camino del 20% (sin contar con el maquillaje del Plan E); el Ejecutivo lucha por ganarse a pulso el título de ‘Peor Gobierno de la Democracia’ (a este paso lo conseguirá).
La oposición, inoperante, se hunde en las arenas movedizas de la corrupción mientras que uno de los acusados de llevarse el dinero de todos a manos llenas se compara con Winston Churchill sin que nadie se tire al suelo a partirse de risa; su líder ya ha perdido dos elecciones generales y va camino de las terceras; la Constitución, aprobada no hace tanto por la gran mayoría de españoles es ya, para muchos, papel mojado.
Los ayuntamientos se financian ilegalmente con el ladrillo (algo que todo el mundo sabe), la compra de vivienda protegida se paga en parte, sí o sí, con dinero negro; las casas se han encarecido el triple por la acción de los especuladores, la codicia de los constructores, la inacción de los Ejecutivos de Aznar y Zapatero y por el enriquecimiento de los políticos corruptos, que en España son legión.
La Casa Real, imprescindible en la Transición, sólo es hoy un carísimo servicio diplomático (y ya tenemos muchos diplomáticos).
Hay más de tres millones de funcionarios, pero la administración sigue siendo lenta e ineficaz; los gobiernos autonómicos, la mayoría enfermos de corrupción, cada vez gastan más porque colocan a sus afines en cada nueva legislatura sin prescindir de los afines del Gobierno anterior, pero cada vez están más lejos del ciudadano. Ah, por cierto, la mayoría de las oposiciones a la Administración están amañadas para que las saque, sin dar un palo al agua, el hijo de, primo de o amante de.
Los sindicatos hace tiempo que se traicionaron a sí mismos y a los trabajadores que dicen defender.
Las televisiones regionales (todas) están vergonzosamente manipuladas por políticos de bajísima estofa que creen que nadie se da cuenta de sus maniobras; partidos secesionistas, en la peor tradición nacionalista (nacionalistas y fascistas son, históricamente, primos-hermanos), hacen fortuna insistiendo en lo que nos separa, sin tener en cuenta lo que nos une; la educación española es un naufragio; la sanidad, saturada de pacientes, va de mal en peor; se inventan nuevos impuestos y nos suben los antiguos sin que ninguna mejora los justifique.
Las televisiones privadas hieden de telebasura; el respeto a los mayores brilla por su ausencia; la productividad española está bajo mínimos; ya no vienen ni los ‘hooligans’ a emborracharse en verano y ninguna universidad española está entre las 100 mejores del mundo.
Mientras tanto, como dijo Lope de Vega, continúa la cólera del español sentado, aquella que puede ser volcánica, pero que no va más allá de la tertulia del café, así arda el país por los cuatro costados.