Por… Raúl de Sagastizabal

En el seno de acuerdos de cooperación regionales, o de los distintos “G”, los miembros acuerdan mutuamente sus políticas económicas y financieras, sus marcos de regulación y control, en qué sectores invertir, qué inversiones procuran atraer, qué instrumentos financieros adoptar, las reglas del comercio de bienes y servicios, los sistemas de supervisión internacional, etc., pero es a través de los organismos multilaterales que esas políticas se impulsan hacia afuera, hacia el resto del mundo, y en el seno de esos organismos las políticas se imponen conforme al poder de voto.

Por este mecanismo se impulsaron todas las políticas que han regido hasta ahora la globalización, entre otras, la liberalización de los mercados de capital, la libre circulación de bienes y servicios, la apertura de los mercados de capital a bancos extranjeros y la innovación financiera, que terminó en activos tóxicos.

Ese sistema sigue vigente y, pese a que en las cumbres del G-20 se acordó recapitalizar y reformar el FMI, el Banco Mundial y los bancos multilaterales de desarrollo, no asoman todavía cambios de peso.

Hasta ahora los únicos países que han aportado recursos al Fondo son Japón (US$100.000 millones), Canadá (US$10.000 millones) y Noruega (US$4.500 millones), y en Estados Unidos el Congreso ya ha aprobado el acuerdo para aportar US$100.000 millones, con lo que Estados Unidos conserva en el Fondo su poder de voto -y de veto- y se espera que los países europeos hagan efectivos sus compromisos y conserven también sus respectivos poderes de voto.

Los colosos del mundo emergente, Brasil, Rusia, India y China, en cambio, se han comprometido por ahora a comprar bonos del Fondo -no a aportar recursos-, pero no antes de que se reforme el poder de voto de las economías emergentes y de los países de mediano y bajo ingreso, de modo que refleje la cambiante economía global.

Los países industrializados, por su parte, se resisten, todavía, a aceptar cambios en los mecanismos de adopción de decisiones.

Estos asuntos se debatirán en breve en la cumbre de Pittsburg, y posteriormente en las reuniones anuales del Fondo Monetario y del Banco Mundial.

Vale la pena recordar que tras la crisis asiática se debatieron los mismos asuntos que hoy se debaten: la reforma de la arquitectura financiera internacional, el papel del FMI en cuanto a la estabilidad financiera internacional y la prevención y resolución de crisis, y el papel de los bancos multilaterales de desarrollo en la promoción del desarrollo sustentable y sostenible de personas y países, en lugar de los mercados y las finanzas.

Vale la pena tener presente también que luego de la crisis asiática, durante el siguiente ciclo de auge económico, se produjo una etapa de “tolerancia” y los cambios quedaron en el olvido.

La principal lección de la crisis asiática es que lo peor que puede pasar es que no se haga nada para poner freno a los desbordes del sistema global.

Si los Jefes de Estado -de los grandes países emergentes y de las naciones desarrolladas- no logran acordar una reforma sustantiva que modifique las políticas que rigen el mundo global y las instituciones que lo gestionan, el mundo tendrá que acostumbrarse a un ciclo vicioso de crisis recurrentes, que tarde o temprano terminará mal.

En camino a la Cumbre de Pittsburg parece conveniente tener presente algunos principios de esas políticas -que justifican por sí solos el reclamo de cambios- y el papel del FMI en los meses pasados, que impone reformas radicales, si es que el organismo será parte del multilateralismo del futuro.

Suerte en su vida y en sus inversiones…