Por …  Axel Kaiser

Nunca ha habido ni jamás habrá una sociedad de iguales en un
sentido material. Y no la habrá porque los seres humanos somos únicos, es
decir, desiguales en un sentido concreto. Cuando se permite que las personas
actúen con libertad, el complejo conjunto de características que nos
diferencian, sumado a factores como el azar, deriva en resultados
necesariamente desiguales. De este modo, la desigualdad material es, en parte, la inevitable
consecuencia de la diversidad humana. Por ello el proyecto de lograr igualdad
material solo puede intentarse destruyendo la libertad, conduciendo
invariablemente a la tiranía y la miseria.

Pero tampoco es la igualdad material buena en sí misma.
¿Acaso es preferible un país en que todos tengan muy poco en cantidades muy
iguales a uno donde todos tengan mucho en cantidades muy desiguales? Lo que
queremos es una sociedad sin pobres, no una sin ricos. Solo la envidia puede
fundar una filosofía cuyo fin sea evitar que algunos se distancien aun si el
sistema que permite ese distanciamiento lleva a todos a estar mejor. Si usted y
su vecino son igualmente pobres y de pronto la instalación de una empresa en el
área en que viven lo enriquece a usted, pero a su vecino mucho más, y usted, en
lugar de alegrarse por el éxito de ambos, desea que el Estado —o algo—
intervenga para quitarle a su vecino la diferencia, entonces a usted lo que lo
mueve es la envidia. Como explicó el sociólogo Helmut Schoeck en su clásico sobre este tema: “el
tipo del envidioso no es un ladrón en beneficio propio. Este quiere ver al otro
robado, expropiado o dañado sin ver una transferencia de esos bienes a sí
mismo…El envidioso cree que si el vecino se quiebra una pierna, él mismo va a
poder caminar mejor”. Pero más interesante aún, el ex catedrático de Yale
agrega: “mientras más se le permite en una sociedad a los privados y a
quienes detentan el poder político actuar como si la envidia no existiera,
mayor será el crecimiento económico y las innovaciones” (Schoeck, Der Neid und die Gesellschaft).

Esto es así puesto que la políticas que buscan la igualdad
material restringen la libertad y con ello la fuente del progreso. Según
Schoeck, una clara manifestación sociológica de la envidia es el impuesto
progresivo. Este se defiende sobre la base aparentemente ética de que es justo
que los que ganan más paguen proporcionalmente más. En realidad de lo que se
trata es de una sanción a aquellos que son más exitosos, como si su ventaja
fuera injusta por el mero hecho de existir. La desigualdad, sin embargo, cuando
es el resultado del mercado libre jamás puede ser injusta. Los resultados del
mercado no se siguen de voluntad singular alguna y por tanto no pueden ser
calificados de injustos. No cabe la aplicación de enunciados éticos a fenómenos
de naturaleza espontánea.

El juicio en torno a la justicia o injusticia de lo que los
individuos poseen solo puede realizarse caso a caso. Ahora bien, bajo reglas de
mercado competitivo, la desigualdad material resultante tiene necesariamente su
origen en: a) decisiones individuales libres motivadas por la búsqueda del
propio interés y, b) el beneficio que, en ese marco, quienes poseen más han
generado a quienes poseen menos. Esto último es tan crucial como ignorado. En
un mercado libre y competitivo, la única forma de hacerse rico es satisfaciendo
las necesidades ajenas. Esto explica el enriquecimiento general que se produce
bajo condiciones de libertad. En ese esquema, aquellos cuyo esfuerzo e ingenio
les permite crear los mejores productos al menor precio, serán quienes más
beneficiarán a la población y en consecuencia también los más ricos —los
rawlsianos pueden estar tranquilos—.

De todo lo anterior se sigue que la injusta desigualdad es
aquella en que la ventaja material de algunos deriva de alguna forma de
confiscación arbitraria: fraude, monopolios, privilegios estatales, inflación,
impuestos transferidos a grupos de interés, etc. Y de esa, sin duda, hay
bastante en el mundo.