Por… Paulo López
En sus conferencias sobre “La huelga”, el escritor anarquista Rafael Barrett calificaba a la Revolución Francesa como un proyecto trunco a medio camino, puesto que si bien logró sacudir el yugo eclesial y aristocrático, dejó intacto el yugo económico, el más despiadado de todos.
Este episodio histórico simboliza la diferencia de forma más importante entre las sociedades modernas y tradicionales. Hipotéticamente, las sociedades modernas son abiertas y con movilidad social; las tradicionales, cerradas y con sistemas de castas. En éstas uno nace en una casta y no puede salir de ella; en aquellas, cualquiera que “quiera” progresar lo hace.
Pero ante el actual escenario económico mundial cabría preguntarse cuán modernas y abiertas son nuestras sociedades. En medio del colosal negocio del rescate bancario todo parece estar diseñado a sostener un tipo de estratificación social cerrada. Los planes de austeridad apuntan poco a combatir el lucro espurio generado por el carnaval especulativo y, en sentido opuesto, apuntan mucho a abolir derechos del ciudadano medio: precarización laboral, recortes en educación, salud y jubilaciones. Esta es la médula del recetario “anticrisis” formulado por los ideólogos de la actual arquitectura financiera mundial.
Y no hablemos de la represión a la legítima protesta ciudadana contra estas políticas impuestas por las entidades crediticias en España y Grecia, por ejemplo, por nombrar solo los dos casos más sonados.
Pero lo que se pretende señalar aquí es que esta dinámica no constituye un simple contratiempo, sino más bien conforma la “metafísica” misma de las utopías de mercado.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu, en su libro “Poder, derecho y clases sociales”, abre el capítulo “Las formas del capital” sosteniendo la premisa básica de que el mundo social es historia acumulada. Dentro de su modelo teórico rescata el concepto de capital y su acumulación, según el cual la herencia condiciona (podemos discutir las magnitudes) el lugar que ocupan los individuos en su medio social. Es decir, un modelo dinástico de capital económico, cultural y social del que resulta muy difícil salir, que trasmite hereditariamente las regalías como los reyes traspasaban el trono a su descendencia.
En una genial analogía, Bourdieu equipara el postulado de que “el mercado da iguales oportunidades a todos” con el juego de la ruleta. Luego de girar la rueda esta se detiene adjudicando los beneficios sin que importen la condición económica, la dignidad, la herencia o el estatus. Para graficar su teoría del capital y la acumulación compara:
“La ruleta ofrece una imagen bastante precisa de un universo imaginario de competencia perfecta o igualdad de oportunidades; un mundo sin inercia, sin acumulación, sin transmisión hereditaria de posesiones y caracteres adquiridos, en el cual cada momento es perfectamente independiente del anterior (…), de suerte que toda persona puede convertirse en lo que se proponga”.
Por el contrario, todo parece funcionar de manera de conservar (de lo que se infiere conservadurismo) privilegios aristocráticos de las monarquías bancarias y, en contrapartida, reducir a la mayoría de los ciudadanos a la condición de parias sin derecho como son los intocables en la India.
Ante un orden tan contrario a la justicia como el régimen plutocrático que preside el mundo, solo cabe contraponer una cosa: más y mejor democracia. ¿Quién eligió a los banqueros para que nos gobiernen? ¿Son los representantes de Dios en la tierra?