Por…  Beatriz De Majo C.

“Mientras los padres están vivos, no es bueno viajar a sitios lejanos” , rezaba un proverbio de Confucio, históricamente convertido en principio para ser respetado por los jóvenes chinos.

Ello, complementado por el sentimiento maoísta de que los viajes son considerados antisocialistas, mantuvo a la sociedad china cautiva dentro de su propio país hasta no hace mucho.

Solo después de la muerte de Mao, en 1978, fue que se comenzaron a otorgar permisos para viajar por razones distintas de trabajo o estudios, y sólo desde 1997 a Europa y Estados Unidos. A partir de la apertura, sin embargo, la curiosidad por ver de cerca lo que ocurre en Occidente se ha convertido en una tentación irrefrenable para el ciudadano de a pie.

Pero hay que tener no solo curiosidad, y haber conseguido el permiso respectivo del gobierno. Además es imperativo haber hecho importantes economías para incursionar más allá de sus fronteras. Una gira de 10 días a través de cinco países del Viejo Continente, con los traslados en autobús, hoteles y comidas incluidos, puede costar unos 2.200 dólares pagaderos en yuanes. Este monto, para el ciudadano medio, representa un desembolso importante de dinero.

Pero además el viajero está obligado a depositar más de tres veces esa misma cantidad como bono para garantizar que el ciudadano asiático no se dejará llevar por la tentación de no regresar al terruño.

La fianza asciende a unos 7.600 dólares, lo que equivale a más de dos años de salario de un trabajador promedio.

A estos precios, es evidente que solo a partir de los ingresos de la clase media citadina china es posible soñar con pasar unos días en París, Londres, Roma o Nueva York sin que el bolsillo quede lesionado de por vida.

La clase media no abarca una proporción grande de la población pero, de cualquier manera, comprende algo más de 200 millones de chinos, los que como regla general casi nunca han salido de su país y posiblemente tampoco han visto la China rural.

Todo viaje a Occidente representa para el chino un importante cambio de hábitos, particularmente en lo atinente a las comidas. De allí que cualquier circuito es visto, en parte, como un sacrificio cuando, por ejemplo, deben cambiar el tazón de arroz con costillas de cerdo que acostumbran tomar al iniciar el día, por un desayuno consistente en un par de croissants o tostadas con mermelada y, si corren con suerte, algo de charcutería fría.

El café, la leche, la mantequilla y el queso, no son particularmente apreciados en este segmento socioeconómico para el cual los lácteos y las bebidas fuertes son una reciente novedad. Sin hablar de que algunas costumbres occidentales les resultan igualmente antipáticas, por no decir erosivas. Las camas de los hoteles, por ejemplo, ubicadas estratégicamente cerca de las ventanas para observar el exterior son un atentado contra las disposiciones de Feng Shui.

Al final, la moraleja de estos viajes para los chinos, que logran despertar su espíritu aventurero, es que es necesario contar con una buena dosis de autodisciplina y de apertura de espíritu para visitar tierras ignotas.

Aun así, el año pasado algo más de 57 millones de chinos armaron sus bártulos para recorrer el mundo, 80% de los cuales lo hicieron en grupos.

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